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La semana pasada visitamos el pueblo de Gstaad. Aunque no tenía intención de entrar en ninguno de sus acogedores restaurantes, sí aproveché para estudiar las cartas. Éramos cinco personas. Andar por Gstaad como plebeyo y bloguero era como investigar una mansión particular sin permiso.

La calle central es peatonal. Se suceden múltiples tiendas de lujo, sucursales bancarias con nombres extraños, restaurantes, hoteles y bellas mujeres de todas las edades, envueltas en pieles y abrigos que creía extinguidos. Solían acompañarles hombres de edad más bien madura, vestidos con elegancia y todos en posesión de una llave de contacto para arrancar un SUV de altísima cilindrada. En Gstaad aparentemente no hay crisis ni tampoco mucha preocupación por la contaminación.
A juzgar por la carta del primer restaurante podíamos haber cenado los cinco por unos 600 Euros, bebidas y postres aparte. El ágape hubiera consistido en un entrante y un plato principal. Daba igual escoger pasta, pescado o carne. Todas las combinaciones sumaban el mismo total. Más adelante había una pizzería: 300 Euros los cinco. Al otro lado ofrecían cocina oriental: 500 Euros, aunque había una alternativa de hamburguesa por 35 Euros sin bebida, es decir, 175 Euros los cinco para una cena tipo bocadillo. Al final de la calle parecía haber un restaurante más asequible: 250 Euros.
¿Caro? Qué va, fíjate: niños menores de 12 años pueden apuntarse a la cena de fin de año en el Gstaad Palace, ese famoso hotelito que tanto destaca por encima de todas las casas: 600 Euros/niño. Si esa noche hubiera sido fin de año, los cinco habríamos cenado por 6.000 Euros. Por adulto se piden 1.200 Euros. Con esos precios –pensé –la gente de Gstaad debe pasar mucha hambre.
Yo creo que en esta aldea helvética hay realmente un problema. Al terminar mi particular restaurant-check me fijé mejor en aquellas mujeres y hombres tan bien vestidos. Las pieles, los abrigos, los complementos e incluso los SUV deben servir para disimular su delgadez debido a la más que probable falta de alimentación.
También miré por las ventanas de los restaurantes, escaparates y sucursales bancarias. En ninguno había clientes. Estaban vacíos. Parecía todo un bello decorado de bienestar, como un estudio cinematográfico, con adornos navideños y muchos figurantes, todos bellos y muy delgados. Incluso los carruajes tirados por caballos y provistos de patines con ruedas, estaban sin clientes. Por un momento creía estar en la esquina de la Giralda frente al hotel EME de Sevilla.
De quedarnos en Gstaad habríamos acabado como la imagen de Manitas de Cerdo, con nuestros pies clavados en las puertas de los chalets alpinos.
Foto: Oleg Sidorenko